Que todo el mundo haya fantaseado alguna vez con asaltar un blindado a la puerta de un banco no nos convierte en ladrones. Dice el escritor Ray Loriga que «no se lleva a un hombre al cadalso por los crímenes que sueña cometer sino por los crímenes que comete».
Según un informe del FBI, el mercado del arte mueve en el mundo unos diez mil millones de dólares anuales, la tercera actividad ilícita que más dinero genera después del tráfico de drogas y de armas. Nos hemos acostumbrado a noticias como la de noviembre de 2006: Niños en el carretón, de Francisco de Goya, robado en el traslado desde el Museo de Arte de Toledo (Ohio, EEUU) al Guggenheim de Nueva York. ¿Recuerdan el caso de Oslo? Dos individuos enmascarados «como ladrones de banco» se hicieron con los cuadros El grito y Madonna, de Edvard Munch, ante las cámaras de vigilancia. Nadie resultó herido. Huyeron en un coche negro donde luego vaciaron un extintor de incendios para borrar las huellas. Más tarde se deshicieron de los marcos. El grito, valorado en ochenta y siete millones de euros, tiene la misma significación para Oslo que La Mona Lisa para París que, por cierto, también fue robada el 21 de agosto de 1911.
Cuando ya se había dado por perdida, se descubrió la verdad: Vincenzo Peruggia, empleado del Louvre, la escondió en un armario y la sacó al exterior bajo su capa. El artífice del robo, sin embargo, fue su cómplice, un ex convicto llamado Eduardo de Valfierno, que a su vez había contratado al falsificador francés Yves Chaudron para hacer copias exactas y venderlas. Valfierno no contactó posteriormente con Peruggia y éste, dos años después del robo, fue atrapado al intentar vender la obra a un comerciante de arte de Florencia. La pintura se exhibió en Italia y regresó al Louvre a finales de 1913. Los más curioso es que entre los sospechosos del robo se encontraba el pintor Pablo Ruiz Picasso y su amigo, el poeta francés Guillaume Apollinaire, al que incluso llegaron a detener.
Otra historia muy difundida por los medios de comunicación fue la de unos ladrones de arte que negociaron, hace unos años, con instituciones públicas para pedir un rescate por las obras sustraídas. Se trataba de un medallón de Pablo Gargallo, hurtado en el palacio de la Virreina, en Barcelona. Los ladrones, quizá influenciados por el cine, enviaron una carta con letras recortadas de periódicos. El mensaje era muy claro: si querían recuperar la obra, debían insertar un anuncio en la sección «Varios» de los anuncios económicos de la La Vanguardia. La clave era «Vendo ocarina en buen estado». Tras ese breve texto debía publicarse el número de teléfono de contacto para la negociación. No llamó nadie interesándose por el instrumento.
Museos, castillos, iglesias y, sobre todo, casas particulares son víctimas de este tipo de asaltos. Se calcula que los ingresos de un ladrón de arte vienen a ser de un 10 % sobre la venta de lo robado. Y eso representa mucho dinero. En agosto de 2001 tres sujetos maniataron al único guardia de seguridad de la empresaria Esther Koplowitz, una de las mujeres más acaudaladas de España. Se hicieron con catorce pinturas, una colección de piedras chinas del siglo XVIII y una estatuilla egipcia Shabili. A otra escala, en la Comunidad Aragonesa, concretamente en una casa particular de Castejón de Monegros, se sustrajo recientemente un juego de café, un lienzo y varios espadines auténticos de las SS valorados en 600.000 euros. Y uno se pregunta: ¿quién maneja este tipo de información?
La INTERPOL (Internacional Criminal Police Organization), la tercera organización más grande del mundo gracias a sus ciento ochenta y cuatro países miembros, tan sólo por detrás de las Naciones Unidas y la FIFA, clasifica a los autores de los robos en tres categorías: los «coleccionistas compulsivos», los «traficantes de ocasión» y las «redes de profesionales». Y en esta última categoría podemos encontrar a René Alphonse Van den Berghe, más conocido como Erik el Belga. Porque Erik el Belga (Nuiville, Bélgica, 1940) es uno de los ladrones y falsificadores de obras de arte más famoso de Europa. Muy conocido en Aragón por el expolio al que sometió a la catedral de Roda de Isábena en el año 1979, este auténtico pirata del siglo XX desarrolló su actividad delictiva contra el patrimonio histórico español entre los años 1977 y 1982, cometiendo más de sesenta robos y apoderándose de más de seis mil objetos, además de causar numerosos daños en otros muchos. Años después, una vez ya prescritos los delitos, ha permitido recuperar algunas piezas, intentando lucrarse a cambio de la información.
El perfil que da la policía de Erik el Belga es el de un tipo imaginativo, en la línea de un individuo que sabe menos de lo que aparenta, que no se arrepiente de su pasado. Diabético, lleva implantados dos by-pass en la aorta y ya va por el tercero, duerme cuatro horas diarias en su retiro en la Costa del Sol. Se ha casado siete veces y tiene seis hijos de seis mujeres y se define como «un hombre de Dios que vive feliz admirando la belleza». Asegura pertenecer al Opus Dei, tiene permiso para pintar retratos de Escrivá de Balaguer y recibe encargos de dicha organización, como el de la Virgen Negra, de Torreciudad, pintada con oro líquido. Su actual pareja es una conocida abogada malagueña defensora de causas relacionadas con el narcotráfico (representó, por ejemplo, a Al-Kasar, famoso traficante de armas), que le sacó de la cárcel hace más de dieciséis años.
«Fui monaguillo y aprendí a amar el arte desde muy niño. Por eso luego estudié Bellas Artes en Bruselas y comencé a pintar. Posteriormente fui anticuario y, entonces, aprendí a robar», comentaba en una entrevista radiofónica. La primera vez que le detuvieron (por intentar venderle una importante pieza a un policía) la Fiscalía pidió trescientos ochenta y cuatro años de cárcel. Se fugó durante un permiso y se trasladó a España en 1975, el paraíso para un ladrón. Sirviéndose de sus antiguos contactos, comenzó a distribuir desde la península ibérica obras por toda Europa. Hasta el año 1982, donde su situación se hizo insostenible y se dejó detener en Sitges. Cumplió treinta y siete meses de prisión preventiva en la cárcel Modelo de Barcelona y siete años de libertad provisional. Llegó el juicio y fue absuelto.
Erik el Belga alardea de haber salvado miles de obras que se encontraban «tiradas en la calle», que sus robos fueron beneficiosos para el arte sacro español, argumentando que si Lord Elgin no hubiera robado los caballos del Partenón, probablemente se hubieran podrido. Todo lo que se ha salvado ha sido gracias a expolios y por eso no se siente culpable. Y España es el primer país del mundo en arte religioso. El problema parte del hecho de que hasta que se promulgó la Ley de Patrimonio, de 1985, era legal vender bienes de la Iglesia, propietaria de la mayor parte del patrimonio artístico del país. Y eso propició, sin luz ni taquígrafos, una auténtica bacanal de ventas en la clandestinidad.
La máxima de Erik el Belga es que detrás de un robo de arte hay, en el cien por cien de los casos, un coleccionista. «Siempre he robado por encargo, con contrato previo, y por eso puedo decir que el opaco mundo de las subastas y los museos de Historia ha sido el mayor expoliador», sentenció. «Los que roban las obras de arte son el primer eslabón de la cadena: son los que las colocan en el mercado a través de peristas que suelen tener antecedentes de receptación. Esos peristas, segundo eslabón de la cadena, venden las obras a otros peristas más limpios policialmente y más introducidos en el mercado. El cuarto eslabón es el anticuario, que unas veces ignora la procedencia ilícita de la obra que le ofrece el perista y otras, la mayoría, procura no preguntar mucho. El trabajo de investigación para recuperar una obra robada se rompe cuando ésta llega a manos de un particular, último eslabón de la cadena. En el argot de los investigadores, la obra deja de moverse».
La banda con la que trabajaba habitualmente estaba compuesta por tres miembros, ex militares y mercenarios de profesión: uno trepaba al techo de la iglesia o se escondía en el interior hasta que cerraban, otro bajaba la pieza y el tercero la cargaba y conducía. El Belga acostumbraba a dejar, en el lugar del crimen, una botella de champán y un par de copas vacías. «Era como brindar a la belleza y al amor». Pero la leyenda romántica del personaje se cae por completo: es totalmente falso que no dañara las piezas. En algunas ocasiones las vendió troceadas, llegando a parcelar incluso vigas góticas o una joya única del siglo XI en madera de boj, la Silla de San Ramón, de Roda de Isábena, entre otras muchas obras. De hecho, el párroco de la catedral de Roda de Isábena, José María de Leminyana, pasó dieciséis años durmiendo en el templo por temor a que Erik el Belga regresara a terminar el trabajo. Tiempo después, en julio de 1995, le regaló una colección de diecinueve pinturas de su autoría, que se vendieron ipso facto, para rehabilitar el tríptico de la catedral. Alardeó de conocer el paradero de dos báculos y de otra de las piezas de la Silla de San Ramón y aseguró que «con la donación demuestro que un ciudadano puede colaborar en el mantenimiento del patrimonio artístico».
Ahora que su leyenda le ha convertido en un pintor cotizado, ahora que rechaza propuestas millonarias para escribir sus memorias, que imparte conferencias, asesora a coleccionistas, bancos, comités de defensa y de restauración del patrimonio y museos de todo el mundo, ahora que las monjas de la congregación del Buen Samaritano, de Nerja, Málaga, subastan sus pinturas por Internet para apoyar la construcción de una residencia de ancianos, ahora que el ayuntamiento de Cúllar, en Granada, ha creado una fundación y una sala de exposiciones con su nombre, René Alphonse Van den Berghe, más conocido como Erik el Belga, evoca desde su retiro dorado en Málaga aquellos tiempos salvajes al otro lado de la ley.
El mundo da muchas vueltas.